Texto: Kenyi Yoshino ; Fotos: Álvaro Carlier
Madrid recibió anoche a Till Lindemann en un Palacio Vistalegre con solo pista y en el que yo, muy oyente de Rammstein pero casi 0 de Till en solitario, mezclaba curiosidad, con morbo y con la certeza absoluta de que nada iba a ser “normal». Y efectivamente, no lo fue. Fue una bendita performance excesiva y deliberadamente incómoda, planteada para que nadie salga indiferente.
Lindemann juega en su propia liga. Lo sabes en cuanto se baja el telón, apagan las luces y aparece él, rígido, teatral, convertido en ese personaje que lleva años construyendo ladrillo a ladrillo. No está claro dónde acaba el tipo y empieza la máscara, pero es justo ahí donde reside su magnetismo. Esa frontera es su territorio.

Musicalmente, el directo fue impecable. Sonido afilado, contundente y sorprendentemente claro para lo que suele ser Vistalegre. Hacía mucho que no escuchaba tan bien una mezcla tan agresiva sonaba aquí. La banda, absolutamente engrasada, mantiene el pulso sin pestañear y sostiene un set donde todo está medido para que la experiencia sea lo más física posible.

La propuesta escénica va mucho más allá del shock visual —que también lo tiene, y mucho—. Catálogo de recursos que rozan el exceso permanente.
Ejemplos varios: tartas volando, peces que cruzan el escenario como proyectiles, decenas de baquetas y micrófonos sacrificados sin piedad, y un despliegue de maquinaria escénica que convierte el escenario en un dispositivo industrial en constante movimiento. Plataformas que suben y bajan, elementos que aparecen sin previo aviso, y un ritmo visual que no da respiro. Son como infinitos impulsos para tener solo 2 ojos que enfocan al mismo sitio.
Artistas pluriempleadas —teclista y pole dancer— y todo muy sexualizado, exagerado, y siempre al borde de la provocación explícita. Sin embargo, nada queda gratuito. Todo forma parte de un lenguaje artístico que Till ha depurado durante décadas.

En cuanto al repertorio, “supongo” que fue un repaso generoso por su discografía en solitario. Como dije unas cuantas líneas arriba, he escuchado a Rammstein durante años, pero no este proyecto de su frontman en solitario. Soy de esos que, probablemente no caigan bien a priori a sus muy fans. Aunque en realidad, la historia es la misma: Le conocemos por Rammstein y hoy ambos podemos decir que nos encanta Till Lindermann.
En resumidas cuentas: Una performance diseñada para sacudirte, incomodar en algunos momentos, fascinarte en otros, y mantenerte en constante atención durante hora y media. Puede gustarte más o menos, pero es imposible que te deje igual.
Y lo que hace que hable maravillas de todo es que, debajo del espectáculo extremo, hay una ejecución musical intachable. Una precisión quirúrgica que sostiene todo el caos que ocurre en la superficie.
Ese equilibrio —entre lo milimetrado y lo salvaje— es lo que hace que su propuesta tenga sentido.
¡Ah! Por favor, sin olvidar que aun sigo aplaudiendo al de producción que va con ellos, que además de las mil y una cosas que hacía, ya solo recogiendo todo lo que el sinverguenza este tiraba por los suelos, ya se ha ganado el sueldo con creces. Hasta de pie de micro humano le tenía.





















