Texto y fotos: Kenyi Yoshino
Hay artistas capaces de llenar un teatro con solo abrir la boca, sin buscar exhibiciones, sin subir el volumen, sin necesidad de demostrar nada. Lizz Wright pertenece a ese grupo pequeño y privilegiado de voces que te abrazan desde el primer segundo y te sostienen durante todo el concierto sin que te des cuenta. Lo de anoche en el Fernán Gómez fue exactamente eso: un viaje íntimo, cálido y profundamente humano.
La sala estaba llena y, aun así, el ambiente era casi de susurro. Wright apareció sin estridencias, con esa serenidad que la caracteriza, y desde la primera frase quedó claro que no íbamos a ver un directo basado en acrobacias vocales ni en buscar el aplauso fácil. Su propuesta va por otro camino. Va de transmitir, de dejar que cada canción respire, de construir un clima donde el tiempo pierde importancia y lo único que importa es lo que está pasando delante de ti.

Hubo momentos en los que el teatro entero parecía contener la respiración. Ese tipo de silencio solo lo generan los artistas que entienden que la emoción no necesita volumen, que la intensidad también puede ser suave, que la profundidad se puede trabajar desde la calma. Wright manejó el tempo con una conciencia absoluta, jugando con pausas, dinámicas y miradas que decían tanto como las propias canciones.
Su banda, discreta y precisa, fue un apoyo impecable. Nada sobresalía por encima de lo necesario, nada buscaba protagonismo. Todo estaba al servicio de la voz y del ambiente. Detalles sutiles en la guitarra, un contrabajo con una presencia cálida y unas líneas de piano que parecían flotar entre la luz tenue del teatro. Un equilibrio perfecto para un repertorio que se mueve entre el gospel, el soul más orgánico y pequeñas pinceladas de jazz.

El sonido del Fernán Gómez acompañó de manera impecable. Pocas salas en Madrid permiten que una voz como la suya se escuche con esta claridad y esta calidez, sin artificios, sin interferencias, dejando que cada matiz llegue hasta el último asiento. Es una delicia ver un concierto así en un espacio tan agradecido acústicamente.
En un mundo que parece empeñado en ir siempre un paso por delante, fue un lujo sentarse a vivir un directo que no tiene prisa por llegar a ningún sitio. Esa es la magia de este tipo de propuestas, donde lo “espectacular” no depende de la intensidad sino del control, del espacio, de la honestidad absoluta con la propia música.

Quedan ya muy pocos conciertos del Festival Internacional de Jazz de Madrid de este año. Si tienen ocasión, aprovechen. No siempre se viven noches así, y cuando llegan, se agradecen mucho más de lo que uno espera.


















