Texto y fotos: Kenyi Yoshino
Finley tiene 71 años, el cuerpo ya no le acompaña como antes y la ceguera forma parte de su vida desde hace aproximadamente una década. Aun así, cuando sube al escenario ocurre algo casi sobrenatural. El físico se queda atrás y aparece esa reserva de energía que solo tienen los músicos que han entregado toda una vida a lo que hacen. En cuanto arranca la primera canción, su presencia lo llena todo. Impone, emociona y te agarra por dentro.
Hay conciertos que empiezan mucho antes del primer acorde, porque ya llevan una historia detrás. Anoche, en la Sala Mon, el ambiente tenía ese murmullo especial que aparece cuando sabes que estás a punto de ver algo auténtico. Robert Finley salió al escenario con esa calma de quien no necesita demostrar nada y, en cuestión de segundos, transformó la sala en un pequeño templo dedicado al blues más verdadero.

La voz sigue siendo un tesoro. Rugosa, cálida, vivida, de esas que cuentan historias incluso antes de que empiece a cantar. Las letras mantienen intacta esa forma de entender el blues que no necesita adornos, porque la verdad ya viene de serie. Pocas veces puede verse a alguien disfrutar tanto del acto de cantar. En él no hay pose ni esfuerzo fingido. Está en su hábitat natural, feliz como un niño, entregado de una manera que desarma.
La noche dejó también uno de los momentos más emocionantes que hemos visto últimamente en una sala madrileña. Su hija subió al escenario para dedicarle un tema que él no había escuchado nunca. En cuanto empezó a sonar, las emociones se derramaron sin contención. Él terminó llorando. Yo también. Y prácticamente toda la sala sintió ese nudo en la garganta que solo provocan los instantes reales, los que no se fabrican ni se ensayan.

Salimos con la sensación de haber sido testigos de un pedazo de historia viva. De un artista que no se deja vencer por nada, que sigue defendiendo el blues con una autenticidad que ya casi no se ve.
Eterno Robert Finley.




















