Cada verano nos pasa lo mismo: buscamos ese festival distinto, único, el que nos haga sentir que hemos descubierto un tesoro. Y muchas veces lo encontramos. Otras, acabamos cayendo en esos clones de festival que parecen calco uno del otro… y también lo pasamos bien, para qué engañarnos. Al final, los festivales son parte de nuestro verano, con su maratón de escenarios, la arena en los zapatos y esa sensación de formar parte de algo gigantesco.
Pero llega septiembre. Y con él, el cambio. Se apagan los focos de las playas, de los recintos al aire libre, y volvemos a lo que para muchos es la verdadera esencia de la música en directo: las salas.
No hay comparación. En un festival compartes un concierto con 20.000 personas más, en una sala lo vives como si fuera un secreto a voces entre tú, la banda y los que tenéis la suerte de estar ahí. El sonido no se escapa, se queda en las paredes, vibra en el pecho, se mezcla con el calor de la gente. Y esa cercanía… esa es otra liga.

Como todo, tiene cosas más incómodas: el sudor, el exceso de gente cuando se llena un bolo (aunque es cierto que en este aspecto salas como Villanos tienen un respeto enorme a no sobresaturar sus sold outs), ese vaso que no sabes dónde apoyar, … Pero justo en eso está la magia. Ahí no hay pantallas gigantes ni fuegos artificiales: lo que tienes delante es a un artista dándolo todo a pocos metros. Y créeme, la intensidad se multiplica.
Y si hay un sitio donde esta temporada se vive a lo grande, es Madrid. De repente, la ciudad se transforma en un ecosistema musical brutal. Está Villanos, recién nombrada anteriormente, un espacio «nuevo» que ya consideramos nuestra sala favorita de la capital, por programación, sonido, trato… El Café Berlín, que sigue siendo ese lugar al que siempre vuelves porque sabes que nunca decepciona, sea jazz, soul, flamenco o electrónica. La Sala Sol, con toda su historia, que aún hoy sigue siendo punto de encuentro imprescindible.

Nos duele mucho decir adiós al Café Central, un templo del jazz que se nos escapa de las manos después de tantas noches históricas… Pero en fin, la música sigue teniendo muchas más trincheras abiertas: la Sala Tempo, la Gruta 77, y tantas otras que mantienen el pulso de la ciudad. Y no hablamos solo de cuatro nombres: Madrid tiene literalmente un centenar de espacios donde la música sigue viva cada semana, desde salas de barrio hasta clubes medianos que sostienen la escena y dan oportunidades a bandas que mañana quizá veremos encabezando festivales.
Y es que lo bueno es eso: el contraste. En verano vivimos la fiesta a todo trapo, como adolescentes, con escenarios enormes y miles de personas. En otoño e invierno nos refugiamos en lo íntimo: luces bajas, canciones que parecen sonar solo para ti, esa sensación de que la música está sucediendo aquí y ahora, sin filtros. Al final, es lo que buscamos siempre en Territorio Music: esa emoción pura que solo da un directo.
Porque sí, se viene el frío, y no nos gusta. Pero con él llega la temporada de salas… y esa, no nos engañemos, nos flipa.