Si el rock necesita pruebas de que sigue vivo, DeWolff es una de las más contundentes. Lo demostraron anoche con un sold out en la sala But de Madrid y un directo de los que todo el que lo disfruta, presume de haberlo hecho. Sin artificios, sin concesiones, solo un batería, un Hammond y un frontman con una guitarra incandescente. Y con eso les basta para sonar como si llevaran décadas encabezando festivales.
La banda holandesa, formada por los hermanos Pablo (voz y guitarra) y Luka van de Poel (batería), junto a Robin Piso (Hammond), tiene lo que hace falta para convertirse en leyenda: actitud, carisma, potencia y una destreza instrumental que deja sin palabras. Con más de diez discos en su haber a pesar de rondar apenas la treintena, han desarrollado un sonido que bebe de los clásicos pero con una identidad tan potente que es imposible verles en directo sin quedar atrapado.

Desde el principio quedó claro que lo suyo es el rock de verdad. Nada de poses ni adornos innecesarios. Luka es un metrónomo humano con una pegada feroz y una precisión quirúrgica, capaz de sostener el peso de la banda con una contundencia aplastante. Robin, con su Hammond, es mucho más que un teclista: llena cada hueco con una base rítmica que a veces hace olvidar la ausencia de bajo y, al mismo tiempo, mete arreglos que elevan las canciones a otro nivel. Su capacidad para usar el instrumento tanto melódica como armónicamente es clave en el sonido del grupo. Y luego está Pablo, que canta como si se le fuera la vida en ello y toca la guitarra con una soltura insultante, alternando solos vertiginosos con riffs de un groove brutal.
«Tres músicos, diez discos y un vendaval de sonido que sacude el alma. Si el rock está en peligro, DeWolff es su mejor defensa.»
El público lo entendió desde el minuto uno. Desde las primeras filas hasta el fondo de la sala, todo era energía y entrega (dentro de que muchos de los allí presentes ya no somos chavales). Se cantaron, se corearon los estribillos y se sintió cada golpe de caja como un latido más del concierto. Si en estudio ya son un cañón, en directo la experiencia es el siguiente nivel. Pocas bandas pueden permitirse el lujo de tocar un tema de casi veinte minutos, y «Rosita» fue otra prueba de que estos tipos son diferentes. Una odisea rockera que encapsula su esencia: improvisación, explosiones instrumentales y una química brutal entre los tres.

Cada tema fue un puñetazo de electricidad. Y es que DeWolff no solo tocan rock, lo viven, lo sudan y lo transmiten. La compenetración entre los tres es total, incluso en los coros, donde suman matices que refuerzan el carácter de cada canción. Verles en directo es recordar por qué este género nunca morirá mientras existan músicos que lo sientan de esta manera.
El único pero de la noche fue el sonido. Desde nuestra posición, por momentos la voz de Pablo se perdía entre la mezcla, lo que en algún instante resultó frustrante. No sabemos si fue una cuestión puntual o general, pero con una banda que tiene tanto que ofrecer en directo, nos dio un poco de coraje.

En definitiva, lo de anoche no fue un buen concierto de rock. Fue un CONCIERTAZO. Uno de esos que te recuerdan por qué este género sigue levantando pasiones y que hay bandas dispuestas a tomar el relevo de los grandes. DeWolff no es el futuro del rock. Es su presente.



